APUNTE.COM.DO, SANTO DOMINGO, Reflexión 2. Todos nosotros que veíamos a nuestros jóvenes absorbidos por sus pantallas nunca pensamos que llegaran a ser la semilla de cambios drásticos en ciertas sociedades. Hoy, para sorpresa de todos, irrumpen en la vida pública con energía organizada. El caso de Madagascar es uno de los más ilustrativos. Lo que comenzó como protesta por los cortes de agua y electricidad derivó en un movimiento que desafía abiertamente al poder establecido blandiendo únicamente la poderosa arma de los hechos verificables. Los acontecimientos en este país dieron un giro imprevisto y, sin duda, inimaginable. Ver ponerse del lado de los manifestantes de la generación Z a los soldados de la unidad CAPSAT, antigua aliada del presidente Andry Rajoelina, sencillamente desbordó, no solo los cálculos del gobierno, sino las expectativas del mundo entero.

Sin duda, el involucramiento militar agrega un matiz peligroso. La adhesión de una unidad de élite a un reclamo civil puede terminar en desenlaces abruptos y violentos que todos conocemos bien. Por ello las rebeliones juveniles deben cuidar su brújula ética y no permitir ser manipulados por intereses iguales a los que se cuestionan, lo cual puede terminar por agotar la poderosa energía social de sus pertinentes cuestionamientos. La sabiduría milenaria nos enseña que la tentación del atajo es grande, pero la madurez política se mide por la capacidad de evitarlo. La juventud que protesta tiene derecho a ser escuchada sin caer en manos de tutores uniformados que comúnmente suelen representar lo peor de las sociedades.

El fenómeno no es aislado. Movimientos encabezados por jóvenes sacuden hoy a Nepal, Indonesia, Perú y Marruecos. Las causas varían pero los hilos son comunes. Las revueltas se encuentran sus raíces en todas partes en el deterioro de servicios básicos, corrupción persistente, desigualdad estructural y frustración ante una clase política que no escucha, pero que invariablemente legitima su permanencia con promesas altisonantes. El arma principal e invariablemente punto de partida son las redes sociales. La organización es horizontal y la coordinación instantánea. A diferencia de nuestro pasado rebelde, no advertirnos en estos movimientos líderes carismáticos, afiches desafiantes ni comités de base. Detrás del telón lo que podemos encontrar son nodos, mensajería cifrada y una ética de colaboración que no pide permiso.

Es sorprendente cómo los jóvenes Z combinan en su activismo inteligencia digital con potencia simbólica. Sus banderas distintivas pueden pasar de una imagen de la cultura pop a un personaje del manga que se convierte en bandera universal. ¿Acaso no hemos advertido como la calavera con sombrero de paja del anime One Piece ondea en marchas de distintos continentes? Somos testigos de la política del signo rápido, capaz de unir geografías lejanas en segundos. Mientras los partidos tardan meses en redactar programas detallados que pretenden dar vida a sus proyectos políticos, los jóvenes condensan en una imagen el malestar y la esperanza. La realidad es que no están sustituyendo la política. Se trata de hecho de una reconfiguración de esta.

Ante la avalancha los gobiernos persisten en los guiones conocidos. Primero minimizan el malestar y terminan bostezando; luego, cuando la marea sube y el malestar se torna nacional con repercusiones globales, reprimen acudiendo a los consabidos métodos. Cuando el cerco se hace estrecho ofrecen ejemplos “de voluntad de cambios drásticos” sustituyendo ministros conocidos por su proverbial sordera. Cuando el costo político de la embestida llega a ser extremadamente alto levantan la bandera blanca y ofrecen dialogar, definiendo está vía como las más “civilizada”.

En Madagascar, como en otros lugares, no vemos a los jóvenes discutir solo nombres. Cuestionan acremente la calidad de los bienes públicos, el costo de la vida, los salarios congelados, las promesas incumplidas, la corrupción rampante y descaradamente exhibicionista, así como la legitimidad de quienes tienen la responsabilidad de rendir cuentas. La oferta de diálogo sin resultados ya no convence a una generación que creció viendo y sufriendo promesas incumplidas reproducidas en tiempo real.

El objetivo principal de estos movimientos debería ser transformar la indignación en arquitectura cívica. Estamos convencidos que las redes que hoy movilizan pueden mañana fiscalizar, vigilar y proponer. Del mismo modo, la destreza que llena plazas puede servir para construir observatorios ciudadanos, presupuestos participativos y plataformas de control público. ¿Podrá convertirse la espontaneidad en permanencia? Los movimientos juveniles no necesitan parecer partidos, pero su reto mayor es aprender a institucionalizar sus conquistas.

¿Moda? ¿Ejercicios afortunados de unos muchachos sin oficio remunerado?  Para nosotros se trata de un síntoma, solo un síntoma, de un tiempo en que la legitimidad debe ganarse por la capacidad de responder con hechos verificables. Las herramientas son conocidas: la cultura del dato y la inmediatez. Ser testigos mudos ante el incumplimiento de las tantas promesas de los gobiernos debe delatarse recurriendo valientemente a la memoria digital.

La represión como respuesta tiene ya sus límites porque sencillamente el mundo entero la ve, la siente y la opina. Cuando se dialoga de buena fe, entonces la misma red multiplica su legitimidad. En la nueva gramática de la generación Z la calle y la nube son vasos comunicantes. Allí donde se cruzan, surge un nuevo tipo de ciudadanía que ya no pide permiso para existir.  ¿No será esta una señal lo bastante clara y aleccionadora de que el siglo XXI empieza a tener rostro propio?