APUNTE.COM.DO SANTO DPMINGO, R,D -Los hijos no son de quienes conquistan, ni de quienes declaman poemas a la madre. Son de quien la fecunda. Y si la patria es madre, entonces solo hay un padre, y lo demás, es cuento. Hoy, al cumplirse 164 años de la desaparición física de Francisco del Rosario Sánchez, es justo decirlo claro: él, y no otro, fue quien hizo posible la República Dominicana.
A diferencia de lo que se enseña en las escuelas, donde se le relega al segundo o tercer plano, Sánchez no fue un seguidor de Juan Pablo Duarte ni un simple ejecutor de ideas ajenas. Fue un líder propio, un estratega, un revolucionario de acción directa. Mientras los Trinitarios eran desarticulados por el régimen haitiano en 1843 y Duarte partía al exilio, Sánchez —junto al pueblo llano, los “sin nombre”, los olvidados— echó al frente una nueva organización política nacionalista, decidida a fundar una República dominicana libre y soberana.
Había nacido el 9 de marzo de 1817 en Santo Domingo, hijo de Narciso Sánchez y Olaya del Rosario. De profesión abogado, era un hombre de convicciones firmes, con una vocación de entrega total a su país. A diferencia de los ilustrados de su tiempo, Sánchez fue hijo del pueblo. Por eso su revolución no fue romántica ni elitista, sino radical y real.
En medio de la persecución haitiana, protagonizó uno de los episodios más audaces de nuestra historia: su propio funeral. Para escapar de las autoridades, fingió su muerte. Su familia, cómplice y patriota, organizó el velorio. El cuerpo de Sánchez, vivo, yacía en un ataúd falso, rodeado de cuatro velas y del llanto teatral de los suyos. Los soldados haitianos, engañados, revisaron el cuerpo, vigilaron el entierro. Y se fueron, creyendo haber enterrado a un rebelde más. Pero ese muerto se levantó y volvió a la lucha. De esa mentira nació la verdad de nuestra nación.
Fue él quien proclamó la independencia el 27 de febrero de 1844, con Duarte lejos y los Trinitarios desbandados. Fue él quien colocó la primera piedra de lo que hoy llamamos República Dominicana. Y sin embargo, la historia oficial ha preferido elevar a los poetas por encima de los constructores.
Pero la tragedia de la patria es que sus verdaderos padres suelen morir a manos de los herederos del poder. En 1861, cuando Pedro Santana y la élite criolla entregaron el país a España buscando conservar sus privilegios, fue otra vez Sánchez quien alzó la voz. Desde el exilio, regresó por Haití, la única entrada posible, decidido a enfrentar a los traidores del proyecto republicano. Lo hizo sabiendo que entraba a una trampa, que su vida pendía de un hilo. Y no se echó atrás.
“Soy la bandera dominicana”, dijo. Lo atraparon. Lo condenaron. En su defensa, denunció la ilegitimidad del juicio: “¿Con qué leyes se me habrá de juzgar? ¿Con las españolas que aún no rigen, o con las dominicanas, que me mandan a sostener la independencia de la patria?”.
No pidió clemencia para sí. La pidió para sus compañeros de lucha. Y aceptó su destino con la dignidad que solo tienen los gigantes. Fue fusilado el 4 de julio de 1861, junto a un puñado de patriotas. Murió con su obra, como él mismo dijo. Pero su obra sigue viva en cada bandera ondeando, en cada escuela que enseña el nombre de una nación que él ayudó a parir.
Hoy, 164 años después, no basta con recordarlo. Es momento de devolverle el lugar que le pertenece: el del verdadero padre de la patria. Porque si la independencia fue un parto, Sánchez fue quien cortó el cordón umbilical. Los demás, por más nobles que fueran, fueron apenas testigos.
Gloria eterna, Francisco del Rosario Sánchez. Padre sin monumentos, héroe sin pedestal, pero más nuestro que nadie.