APUNTE.COM.DO, SANTO DOMINGO. -Si en la entrega anterior advertíamos cómo la banalización cultural va erosionando, casi sin ruido, la conciencia colectiva, en la presente debemos detenernos en una bifurcación aún más inquietante. Cuando los llamados programas de telerrealidad —o reality shows— se consolidan como pedagogía social de alcance insospechado, se abre una nueva fase. A la modelación de gustos, lenguajes y aspiraciones le sigue la pretensión explícita de incidir y decidir en el terreno político.

Lo esencial es comprender que la espectacularidad permanente no se limita a degradar el horizonte moral. También reconfigura la forma en que amplios sectores perciben la autoridad, el liderazgo y la legitimidad. En ese tránsito, la política deja de ser espacio de deliberación y servicio público para convertirse en otro escenario del entretenimiento, regido por el murmullo, la rumorología malsana, la emocionalidad instantánea, el culto al dinero, la justificación oportunista de cualquier acto, la exaltación de la vulgaridad y la obediencia acrítica.

En la República Dominicana, las condiciones para este desplazamiento están sobradamente dadas.

Los reiterados escándalos de corrupción —que hoy alcanzan incluso servicios de salud destinados a los más vulnerables— y el cansancio de un electorado hastiado de promesas incumplidas erosionan sensiblemente el vínculo entre poder y legitimidad. Esta ya no se pierde por falta de votos, sino por la persistente ausencia de resultados y por la percepción, cada vez más extendida, de que el gobierno es un botín para repartir entre la audacia y la ambición desmedida.

¿Se trata de una abstracción teórica?

No. El fenómeno ha sido formulado con crudeza por uno de sus propios protagonistas. Santiago Matías, conocido como Alofoke, proclamó su intención de incursionar en la política con miras a 2028, no necesariamente como candidato, sino como actor determinante en la elección presidencial. Al afirmar que con “este dedo” se escogerá al próximo presidente o presidenta, no solo expresó una convicción personal, sino que dejó al descubierto una lógica inquietante que se expresa en la pretensión declarada de sustituir el juicio ciudadano por la influencia concentrada de una plataforma mediática sostenida —como ya hemos señalado— en el ruido, la desvergüenza, la ostentación, las palabrotas, la ausencia de valores y en cuantiosos recursos que nadie audita.

A ello se suma una deriva aún más problemática. La movilización instrumental de jóvenes tradicionalmente abstencionistas, no para formarlos como ciudadanos críticos, sino para arrastrarlos a una elección degradada, donde se vota por “el mejor” según un criterio de desecho moral o, en el peor de los casos, por “el menos malo”, que seguramente terminaría siendo peor que aquel presentado como “mejor”.

De este modo, bajo la influencia y las intenciones declaradas de un exitoso “empresario”, el voto dejaría de ser una decisión fruto de la reflexión crítica para convertirse en una orientación delegada, guiada por la popularidad, la afinidad emocional o la obediencia a liderazgos mediáticos que no rinden cuentas ni se someten a controles democráticos.

Muchos podrían alegar que no existe una diferencia sustancial entre la política tradicional —atravesada por prácticas conocidas de manipulación, sobornos, patronazgo, corrupción y lavado de activos de dudosa procedencia— y un escenario mediado por esta intervención. Sin embargo, el matiz es decisivo.

Aquí la degradación se presentaría como espectáculo, se legitimaría como entretenimiento y se naturalizaría como una forma moderna de participación, cuando en realidad constituye una renuncia colectiva al ejercicio consciente de la ciudadanía.

Hannah Arendt lo explicó con claridad. El verdadero peligro no proviene del poder estridente o corrupto, sino de la renuncia colectiva a pensar. Cuando amplios segmentos sociales aceptan que otros decidan por ellos, el espacio de la responsabilidad queda vacío. No debemos perder de vista que la democracia no muere por golpes espectaculares, sino por la lenta erosión de la conciencia cívica. Hoy, esa conciencia aparece gravemente lesionada.

La gravedad del fenómeno se acentúa porque se asienta sobre una cultura habituada a confundir éxito con ostentación y mérito con visibilidad, exhibicionismo de riquezas materiales y grave falta de cultura general. Bajo el silencio cómplice de la clase política, a generaciones enteras se les ha inculcado que el valor se mide por los zumbidos vulgares de grandeza y la simulación, y no por el esfuerzo. No sorprende, entonces, que la política termine evaluándose con los mismos parámetros. Presencia, drama, demagogia, arrogancia y teatralidad sustituyen la competencia, el conocimiento y la honestidad.

Este resultado no puede atribuirse únicamente a determinadas plataformas digitales. Está estrechamente vinculado a la complacencia oficial frente al narcotráfico y a su creciente presencia en cargos electivos. Ambos fenómenos comparten un mismo trasfondo moral. Normalizan lo inaceptable, exaltan el poder sin mérito y enseñan que los límites éticos son negociables.

Tanto la ostentación amplificada por el espectáculo como el dinero ilícito tolerado por un Estado que termina financiando partidos y candidatos transmiten una pedagogía perversa cuyos efectos ya padecemos. Así, en los programas de telerrealidad, el ciudadano deja de ser sujeto político para convertirse en audiencia. El voto se aproxima al aplauso y la deliberación se reduce a consigna. En el narcotráfico, el daño es análogo. Se glorifica lo fácil, se trivializa el delito y la violencia se vuelve paisaje cotidiano. En ambos escenarios, la democracia se vacía de contenido sin que nadie declare su defunción.

No se trata de demonizar individuos, sino de comprender el sistema que los hace posibles. Un sistema donde el espectáculo adquiere falsa autoridad moral, la influencia digital suplanta a las instituciones y la arrogancia del poder mediático se celebra como audacia. Cuando alguien puede afirmar sin rubor que decidirá el rumbo político del país desde una tarima digital, el problema deja de ser personal. Es estructural.

¡Nadie quiere ya quedar fuera del espectáculo ni parecer serio en una época que castiga la profundidad, la lectura edificante, los valores y la honestidad a toda prueba! Ese es, quizá, el signo más alarmante de nuestra hora.

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