APUNTE.COM.DO, SANTO DOMINGO. -República Dominicana es para mí un laboratorio sociopolítico tan edificante como desconcertante. Uno de los experimentos más perturbadores observados desde mi llegada al país en 1987 es la manera en que la degradación moral del país no irrumpió con estrépitos ni alarmas, ni con esos ruidos que suelen anunciar el derrumbe de una sociedad. Al contrario, se instaló sin aspavientos, casi sin que lo advirtiéramos. Treinta y ocho años después, estoy convencido de que este deterioro avanzó bajo el camuflaje de una filtración silenciosa, semejante a la Hedera helix, la hiedra persistente y voraz que trepa los muros con suavidad engañosa hasta que, sin darnos cuenta, termina abrazando la casa entera.
Así ha ocurrido con nuestra vida pública. Hemos asistido, muchas veces en silencio y otras con una resignación que roza la complicidad, a un proceso destructivo en que las modas más excéntricas y detestables, junto con los desenfrenos de las redes sociales, terminaron por arropar la casa dominicana hasta no dejar un solo resquicio libre. No estamos refiriéndonos a un simple cambio generacional ni a un capricho pasajero, sino a una alteración profunda de los criterios que alguna vez definieron el mérito, la dignidad y el valor. En el país que ya están recibiendo nuestros hijos y nietos, la vulgaridad y la ostentación se han afianzado como referentes legítimos que empiezan a funcionar como auténtica pedagogía pública.
Surge entonces un fenómeno que Hannah Arendt denominó la banalidad del mal, ese estado en el que lo dañino se vuelve paisaje, lo indigno rutina y la ausencia de pensamiento moral se transforma en hábito colectivo. Frente a ello asoma una diferencia inquietante, ya advertida por la gran pensadora judía nacida en Alemania. Quienes hoy encarnan estos antivalores no sienten el menor impulso de reflexionar sobre el efecto corrosivo de sus actos, porque la cultura dominante opera como una suerte de mandato superior que les susurra que nada requiere justificación cuando todo ha sido previamente normalizado.
El ejemplo más visible de esta deriva es el ruidoso fenómeno digital de la llamada Casa de Alofoke. Ese espacio se ha convertido en el símbolo más acabado de una cultura donde el lujo súbito, la recompensa sin mérito y el espectáculo degradante se celebran sin resistencia alguna. Ferrari, apartamentos, relojes Rolex, yipetas, sumas millonarias entregadas ante cámaras a figuras cuya notoriedad brota del escándalo, del decir vulgar, de la ignorancia exhibida como virtud y de una desfachatez que se confunde con autenticidad. En apariencia se trata de entretenimiento. En realidad, funciona como un modelo educativo aparentemente inocuo que enseña a nuestros jóvenes que el valor se mide por el ruido, no por el esfuerzo; que el éxito depende del capricho de una audiencia, no del mérito; y que la dignidad puede ponerse en venta si logramos que millones se involucren activamente en el corazón del desatino colectivo.
La connotada filósofa Hannah Arendt cobra hoy una notoriedad renovada. Ella advirtió que la mayor amenaza para una sociedad no proviene de los monstruos visibles —Hitler, Stalin, Pinochet, entre otros—, sino de la irreflexión de las masas, de la incapacidad de pensar críticamente, de la indiferencia moral que permite que lo inaceptable se normalice.
No se refiere al mal radical que destruye vidas de manera abierta y brutal, sino a un mal más sutil y cotidiano, profundamente corrosivo, que se instala cuando dejamos de pensar, de cuestionar, de sospechar del poder y de nosotros mismos. Con Stalin, por ejemplo, cientos de miles de vidas fueron segadas con una crueldad indescriptible mientras millones callaban o incluso llegaban a creer que aquel sacrificio era necesario para alcanzar un ideal paradisíaco. En esa suspensión del juicio, decía Arendt, reside el verdadero peligro. Los matones del dictador nunca tuvieron tiempo para reflexionar sobre sus crímenes, porque el mal, cuando se normaliza, anula incluso la posibilidad misma de la conciencia.
Todos nosotros, usted, su familia y yo observamos sin alarma cómo el lujo inexplicable se vuelve norma y cómo la opulencia sin contexto se celebra como virtud. ¿Quién se pregunta de dónde sale ese dinero, cuál es su origen, qué cultura está formando esa generosidad ostentosa? Ese silencio, ese no pensar, es la grieta que permite que la banalidad y la vulgaridad más descarnada se vuelva sistema.
Pero eso funestos fenómenos, para prosperar, necesitan por fuerza de complicidades. Requieren un Estado que renunció hace tiempo a su papel formador, un sistema educativo debilitado —por no decir en franca quiebra sistémica—, instituciones culturales sin prestigio o abiertamente instrumentalizadas, una prensa que privilegia y ensalza lo viral por encima de lo valioso, y un mercado publicitario que descubrió hace años que el escándalo es más rentable que la excelencia y las virtudes humanas. Pensemos por un momento en el mensaje devastador que se transmite cuando bancos, empresas y entidades públicas se fotografían sonrientes en el epicentro de esta vulgaridad. ¿No es cierto que lo que dicen sin decir es que la dignidad puede subcontratarse, que el contenido moral es prescindible y que lo verdaderamente importante no es ser, sino aparecer?
Estamos ante un fenómeno donde la banalización opera como una pedagogía inversa. En primer lugar, rebaja la cultura; en segundo lugar, rebaja a la ciudadanía y, finalmente, deprecia la política. Las conversaciones públicas dominadas por la espectacularidad terminan por convertir a los ciudadanos en espectadores y al país en un set de grabación donde la virtud parece un anacronismo. Las consecuencias son que la inteligencia se repliega, la sensatez se avergüenza y el ruido sustituye la reflexión. Como advirtió Arendt, la decadencia comienza cuando la sociedad renuncia a la facultad de pensar.
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