Las naciones pequeñas y dependientes revelan, con su miedo, una peligrosa inclinación a la sumisión, cuando deberían ser más inteligentes y fortalecer la cooperación práctica, no la retórica.

 

“Quien domina sin disimulo confiesa, sin saberlo, que ya no domina del todo.” — Julien Benda.

 

APUNTE.COM.DO, SANTO DOMINGO. -Convivimos con Donald Trump desde hace un año y algunos días, y sentimos que giramos en torno a una fuerza que mezcla intuición política, teatralidad mediática y una concepción del poder que ya no se disfraza de idealismo. No le importan los razonamientos morales. Desde noviembre de 2024, la política exterior estadounidense se encamina, sin disimulo, hacia una hegemonía directa, sin intermediarios, donde cada decisión se mide no por su legitimidad internacional, sino por la ventaja inmediata que procura para los intereses norteamericanos.

 

Como señaláramos en la entrega anterior, el presidente norteamericano no ha reinventado la política de su país. Lo que está haciendo, más bien, es despojar al sistema de su retórica moral. Ya no se trata de “defender o extender los valores democráticos” hacia naciones que nunca lo pidieron, sino de una descarnada apelación a razones tácticas, económicas, de dominio geopolítico y seguridad, e incluso religiosas.

 

Las antiguas consignas del orden liberal —particularmente en su última versión, el llamado “orden basado en reglas”— comienzan a diluirse ante la convicción de que Estados Unidos conserva su supremacía cuando actúa solo, sin compartir escenario con nadie.

Esa idea orienta su manera de relacionarse con la multipolaridad. Conviene subrayar que Trump no se opone a la existencia de varios centros de poder, siempre que no se coordinen entre sí. Prefiere un planeta de actores dispersos y desconectados, donde la negociación bilateral le permita explotar su grandioso peso individual frente a cada interlocutor.

¿Puede explicarse bajo esa misma lógica la postura de Trump frente a los BRICS y otros bloques emergentes? A esa lógica del Quijote solitario y desafiante no le interesan los resultados inmediatos de ese formidable bloque. La preocupación radica en lo que simbolizan: estandartes de un intento inédito de coordinación fuera del control occidental. Trump comprende perfectamente que una multipolaridad ordenada debilitaría su capacidad de imponer condiciones. Por eso promueve, de manera indirecta, un mundo desarticulado, lleno de tensiones y protagonismos pasajeros, donde la fuerza bilateral vuelve a ser decisiva.

 

La fragmentación global no lo incomoda ni lo irrita. Es para él lo que el sol y la lluvia son para las cosechas, una necesidad orgánica de su comportamiento simuladamente volátil.
Así, se siente más cómodo en un tablero sin alianzas sólidas ni instituciones firmes, porque en ese terreno la fuerza sigue residiendo en quien puede imponer el ritmo y las condiciones del juego.

¿Podríamos leer en esa misma lógica su aparente afinidad con líderes fuertes o potencias rivales?

La realidad es que no se trata de alianzas reales, sino de relaciones instrumentales. La admiración pública por figuras como Putin, Xi Jinping, Bolsonaro o Milei responde menos a afinidades ideológicas que a un cálculo de poder. “Debo decir que son buenos tipos mientras pueda contenerlos”, parece pensar, y guarda distancia cuando sus márgenes se amplían. Lo vemos en la guerra comercial contra China, en las conversaciones interrumpidas con Irán, en el apoyo errático a Ucrania o en la fugaz exhibición de afinidades geopolíticas con Putin que él mismo se encarga de desmentir en tono fingidamente jocoso.

Así, Trump actúa guiado por la conveniencia inmediata, como un navegante que orienta sus velas según los vientos del momento, no por el rumbo trazado de una coherencia estratégica.
Siendo así, su estilo no deja de provocar desorientación y perplejidad en muchos hombres de Estado, aunque está lejos de la improvisación. La imprevisibilidad es una herramienta deliberada que busca alterar los cálculos ajenos hasta el punto de que pocos líderes logran anticipar cuáles serán sus cartas en una cumbre oficial. En su primer mandato, ese método ya se manifestó en amenazas, retractaciones y gestos teatrales que, al generar incertidumbre, ampliaban su margen de maniobra.

Esa fórmula de crear en los interlocutores neblinas densas, ya sea de confusión, estupefacción o aturdimiento político, es hoy doctrina.
La gran potencia del norte se ha quitado el embozo y deja ver que ya no hay valores democráticos que defender ni bien común que proteger. La defensa de sus intereses, confinada al estrecho espacio de la bilateralidad, se ejerce de manera abierta, a veces indecente, con frecuencia humillante. Ya no existen reservas ni disimulos para ocultar las verdaderas intenciones. Todo se hace a la vista del mundo, en nombre de sí mismo y para la mal disimulada satisfacción de un hombre que, como estratega, resulta tan extraordinario como inquietante. 

El impulso dominante es el retorno al poder sin paciencia, con la rapidez del lince, la visibilidad del león hambriento y la contundencia que le otorga su enorme poderío militar. 

¿Puede la política del shock romper equilibrios?

Creemos que sí. Lo que no puede hacer es construirlos. La transparencia brutal con que Estados Unidos actúa bajo Trump ilumina sus mecanismos internos de poder, pero también revela su agotamiento a la vez que anima la generación de nuevos enemigos. El predominio militar sigue intacto, aunque cada vez se sostiene más en la intimidación y menos en la adhesión. La hegemonía persiste, pero ya no inspira porque su punto de equilibrio mágico es la presión abierta y degradante.

Ser fuente de inspiración es, en toda época, garantía de unidad y de equilibrios indispensables. Hoy, los Estados Unidos lo dejaron de ser para convertirse en símbolo de desunión, rivalidades, desencuentros y contradicciones peligrosas.

Las naciones pequeñas y dependientes revelan, con su miedo, una peligrosa inclinación a la sumisión, cuando deberían ser más inteligentes y fortalecer la cooperación práctica, no la retórica. Frente al bilateralismo dominante, la verdadera estrategia debe ser la articulación, el cierre de filas en torno a objetivos compartidos. No se trata de crear nuevas estructuras monumentales, sino de tejer redes discretas y funcionales que reduzcan la vulnerabilidad frente al imponente poder unilateral.