APUNTE.COM.DO.- SANTO DOMINGO,.REPUBLICA DOMINICANA.-. — El lenguaje tiene la capacidad de dar forma a nuestras emociones, de construir puentes entre el pensamiento y la realidad. Nos permite nombrar lo que sentimos, lo que somos y lo que perdemos. Pero incluso el idioma más vasto tiene sus límites. Uno de ellos se revela en un silencio doloroso: no existe una palabra en español para nombrar a un padre o madre que ha perdido a su hijo.

Cuando una mujer pierde a su esposo, se le llama viuda. Cuando un hombre pierde a su esposa, se convierte en viudo. Cuando un niño pierde a sus padres, es huérfano. El idioma lo reconoce, lo contiene, le da un espacio. Pero cuando un padre pierde a su hijo, el diccionario guarda silencio. Y ese silencio grita.

Porque no hay una palabra que pueda sostener ese peso. No hay letras suficientes para describir un abismo que desgarra el alma.

Una herida que desafía el lenguaje

La muerte de un hijo trastoca el orden natural de la vida. Ningún padre debería ver partir primero a quien trajo al mundo. Por eso, cuando sucede, no solo se pierde una vida; se pierde el sentido, se pierde el futuro.

Algunos lingüistas afirman que el lenguaje solo nombra lo que se repite, lo que la sociedad necesita organizar. Un viudo necesita rehacer su vida, un huérfano requiere amparo. Pero un padre que pierde a su hijo no necesita una etiqueta, necesita consuelo… y rara vez lo encuentra. Su dolor es tan íntimo, tan insoportable, que el idioma parece rehuirlo.

Otras lenguas, otros silencios

En hebreo existe el término "shakúl", utilizado para referirse a un padre que ha perdido un hijo, especialmente en contextos de duelo nacional o militar. En árabe, se dice "thakla" para la madre. Sin embargo, en español y en la mayoría de los idiomas occidentales, la palabra no existe. Y quizás nunca existirá.

Algunas culturas recurren a expresiones simbólicas: "los padres del silencio", "los vacíos", "los sobrevivientes de sus hijos". Pero incluso esas expresiones son escasas y se pronuncian con temor. Porque nombrar ese dolor es mirarlo de frente, y no todos se atreven.

Una muerte, muchas muertes

Cuando un hijo muere, con él mueren también los sueños, los cumpleaños, las risas, los “te quiero” no dichos, los abrazos que ya no vendrán. Muere el futuro. Y con él, parte del alma del padre y de la madre.

Los psicólogos lo llaman “duelo traumático”. Es un duelo sin fecha de caducidad. Un duelo que se instala en el pecho como huésped permanente. No se supera: se sobrevive. A veces se aprende a caminar con esa herida abierta. Otras veces, no.

¿Por qué no hay palabra?

La respuesta quizá no está en la gramática, sino en el alma. Tal vez no hay palabra porque ninguna podría contener tanto dolor. O tal vez porque la humanidad se niega a aceptar que eso suceda. El lenguaje, como reflejo de la cultura, prefiere ignorarlo. Porque nombrarlo es reconocer que a veces la vida se rompe en donde menos debería.

Pero el silencio también comunica. Y este silencio, el que deja la pérdida de un hijo, es uno de los más poderosos, porque nos enfrenta a lo innombrable.

Conclusión

Este vacío semántico no es un descuido del idioma. Es un reflejo del abismo que representa la muerte de un hijo. Un abismo al que ninguna palabra puede lanzarse sin caer. Porque, sencillamente, no hay nombre para un corazón roto.