La ceremonia inaugural del gobierno de Andrés Manuel López Obrador en México concitó la atención mundial. Después de dos esfuerzos fallidos como candidato presidencial, el líder del Movimiento de Regeneración Nacional (Morena) logró llegar al poder como el más votado en la historia de México y con el apoyo de la fuerza política más poderosa después de la debacle del viejo PRI.

Fue la toma de posesión (o toma de protesta) más concurrida de las celebradas en un país latinoamericano en los últimos años. Doce presidentes del subcontinente estuvieron presentes.

Danilo Medina pasó inadvertido y con parcas menciones en la prensa mexicana e internacional. Esos protocolos parecen abrumarle. No es un hombre de pasarelas ni socializaciones.

Sus viajes suelen ser puntuales, efectivos y de hora a hora. Leonel Fernández, en cambio, se desvivía por esas tablas. Es más, creo que si alguna ilusión late en él por volver al poder es la añoranza de esos espacios: le daban vida. Danilo Medina no es un hombre de fulgores académicos ni de encantos urbanos; tales exposiciones no dejan de sofocarlo.

Creo que, a pesar de los prejuicios y las sospechas de algunos derechistas del patio, justo es reconocer que es la primera vez en América Latina que un presidente propone como objetivo central de su plan de gobierno combatir la corrupción pública y privada. Lo estándar es que este tema reciba una atención residual o camuflada de eufemismos, adeudos retóricos o valoraciones abstractas. 

Asumir la corrupción como primera propuesta de lucha de un Estado en América Latina es definitivamente un ejercicio de intrepidez. La intención es de por sí meritoria, sobretodo en México donde es más fácil matar a un político que comerse un taco con chili.

Ningún mandatario en América Latina en los últimos cincuenta años ha usado los términos de López Obrador para aludirla: “Nada ha dañado más a México que la deshonestidad de los gobernantes y de la pequeña minoría que ha lucrado con el influyentismo… esa es la causa principal de la desigualdad económica y social, y también de la inseguridad y de la violencia que padecemos”.

Pueden suceder dos cosas: primero, que López Obrador termine vapuleado por una realidad que lo sobrepuja, o, segundo, que caiga en un charco de sangre. Dos tragedias distintas. Todo dependerá de la intensidad y rapidez con que logre maniobrar los frenos del caballo.

Cuando la institución más fuerte de una nación es la corrupción, cualquier lucha se ve pequeña y las amenazas se agigantan. Sus carteles, mafias y organizaciones de intereses solo permitirán ser permeadas hasta donde decidan sus cabezas.

Con una historia tan ruinosa como la que hemos contado en la región, pocas personas se animan al optimismo. A pesar de ello, flota en el ambiente una nueva conciencia por el problema; no por casualidad hay siete expresidentes latinoamericanos guardando prisión y otros ocho con investigaciones y procesos judiciales abiertos.

Uno de los países donde no hay viento para mover ni una hoja es la República Dominicana, donde Odebrecht sopló para derribar árboles fornidos, y solo cayeron arbustos. Parece que a Danilo Medina el tema le persigue.

Era el objetivo de la pasada VIII Cumbre de las Américas sobre “Gobernabilidad democrática y corrupción”. Un creyente diría: ¿Y no será que Dios le está hablando?

A veces medito en los pensamientos que repetidamente traspasan el silencio íntimo del presidente. ¿Será posible que pueda vivir sin perturbaciones? De ser así, habría que considerarlo como un hombre enajenado. En sus gobiernos la corrupción ha sido norma tácita de vida. Medina luce cauterizado.

El tema no parece concernirlo. Pero por más disimulos empeñados, las sospechas lo han maltratado hasta el agotamiento. No ha salido de un sobresalto. Me imagino que se hartó y, como dice el pueblo, “soltó en banda” el tema, convencido de que llegó embarrado y terminará peor.

Por eso busca otros motivos e imágenes de evocación, otras memorias de su paso por el poder, que nada tienen que ver con la ética pública. No sé qué otra pintura le dará brillo a su retrato histórico, cuando pudiendo hacer lo trascendente no lo hizo. Recuerdo al apóstol Santiago cuando dijo: “y al que sabe hacer lo bueno, y no lo hace, le es pecado” (Santiago 4:17 Reina-Valera 1960 (RVR1960)

Tampoco creo que un presidente con una expresión así, esquiva y espantadiza, esté tan tranquilo como pretende aparentar. Al final, pienso que Medina nunca creyó lo que decía… es más, ni tampoco lo que fue. La remembranza de su relato político deberá llevar este epitafio: “Danilo: un hombre autonegado”. EPD.